16 oct 2006
Hace unos días asistí a una de tantas reuniones de padres, con hijos matriculados en las múltiples actividades extraescolares, que las diferentes administraciones ofertan, como en otras ciudades del mundo desarrollado, en nuestra localidad. El local estaba abarrotado, y en la puerta, los niños se acababan los zumos, batidos, y otros productos propios de la merienda. Eran niños de aspecto generalmente saludable, con buen color de cara, sobradamente altos para su edad, y con una vitalidad muy tranquilizadora, para los padres.
En efecto, la esperanza de vida media, en España, es de 74,6 años los hombres, y 80,7 las mujeres. Esto quiere decir que las posibilidades de criar sanos a los hijos, son considerablemente elevadas.
Y se me viene a la memoria la historia de mis abuelos maternos, que perdieron tres de sus nueve hijos, antes de llegar a adultos, marcando trágicamente al resto de la familia, especialmente a mi abuela, que perdió el gusto por la vida. Una historia muy parecida a la de los paternos, que, como tantos otros padres de su generación, perdieron igualmente varios hijos siendo aun niños. ¡Eran otros tiempo! : No había "penicilina", carecían de vacunas, ni se depuraba el agua, y sus criterios alimentarios se cifraban en la premisa de que "lo que no mata, engorda".
Lo que resulta inconcebible, es que en pleno siglo XXI, haya zonas del mundo donde sigue sin haber agua potable, al alcance de la población, donde millones de personas mueran de SIDA, de paludismo, o de disentería, por falta de tratamiento, y donde el hambre sigue arrebatando los hijos a sus madres, sin dejarlos llegar a adultos.
En algún lugar he leído que cada 4 segundos muere una persona de hambre, en el mundo. Lo cierto es que cada día mueren 17.280 personas, por desnutrición, que 854 millones de seres humanos están directamente afectadas por la falta de alimentos, llegando en algunas zonas, como en Etiopía a la desnutrición más absoluta, y que cerca de mil millones sobreviven en el umbral de la pobreza, y carecen de alimentos. Semejante desastre, que ha acabado con más vidas que las armas de destrucción masivas, la violencia terrorista, las guerras, o las accidentes, tiene una causa evidente: El desigual reparto de la riqueza.
En el famoso Informe de Naciones Unidad para el Desarrollo Humano de 1998 (PNUD), se constata que las tres personas más ricas del mundo, posen una riqueza superior a la de los 600 millones de habitantes de los países más pobres, y que en manos de sólo 257 familias esta el control de bienes, equiparables al PIB de dos mil quinientos millones de seres humanos. Baste saber que el 20% más rico del planeta consume el 87% de los bienes, mientras que el 20% más pobre, no llega al 1,4% de los mismos.
Y sin embargo según dicho informe bastarían 40.000 millones de dólares anuales, durante diez años, para dar educación básica, y garantizar la salud reproductiva de las mujeres, la nutrición básica, agua potable y saneamiento a todos los seres humanos.
Esta semana la Alianza española contra la Pobreza, que integra a ONGS, asociaciones, y sindicatos, desarrolla, la campaña "rebélate contra la pobreza", salpicando de movilizaciones y actos, todo el país, dándose la paradoja de acarrear una serie de gastos que podrían tener mejor destino, y sin embargo, no es indiferente que el eco de nuestra voz resuene, y es fundamental alcanzar una clara conciencia social, que ejerza la suficiente presión sobre los países poderosos y los organismos internacionales, para que adopten medidas efectivas, tendentes a propiciar un nuevo modelo de desarrollo basado en el cumplimiento de los derechos humanos, económicos, sociales y culturales.
Según los economistas hay dinero suficiente para atender estas crecientes necesidades, y sobraría con el que se volatiliza en las oscuras transacciones monetarias internacionales. Bastaría con establecer impuestos que las controlen, estabilizando los mercados financieros. Yo lo que digo, es que hay que hacer algo para parar esta tragedia, hasta lograr que todos los padres podamos ver a nuestros hijos, crecer bien alimentados y atendidos. Acabar con el hambre no es una cuestión de caridad, sino de justicia.
Milagrosa Carrero Sánchez
Profesora de secundaria
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