domingo, mayo 14, 2006

A mí, que me ayuden a morir en paz

El reciente fallecimiento del parapléjico Jorge León ha vuelto a suscitar la eterna polémica a cerca de la eutanasia, y el suicidio asistido, poniendo a la Ministra de Sanidad Elena Salgado en el aprieto de tener que pronunciarse, manifestando que el gobierno no tiene la intención de legalizar dicha práctica, en este momento. Legalizar ahora la eutanasia supondría para el Gobierno Socialista otro frente de batalla más, contra una incansable oposición que cuenta con el incondicional apoyo de la iglesia católica, y tampoco parece un problema prioritario comparado con la especulación inmobiliaria, la precariedad laboral, los accidentes de tráfico, las avalanchas de inmigrantes ilegales, o el paro. Y sin embargo todos preferimos evitar el trance de la agonía, cuando nos llega nuestra hora.
El primer estado del mundo donde se aprobó una ley de Eutanasia fue en los Países Bajos, el 28 de noviembre del 2000, seguido de Holanda, el 23 de septiembre del 2002, exigiéndose en ambos casos unos requisitos muy precisos para acogerse a ella, y aplicándose sólo a pacientes que padecen sufrimientos y, que reuniendo una edad mínima, la hayan solicitado por escrito. En Gran Bretaña, los jueces han autorizado a distintos médicos, en varias ocasiones puntuales, a desconectar los aparatos de pacientes que vivían artificialmente, entre 1993 y 1994, mientras que en Escocia fue el Estado quien autorizó a un enfermo a que se le aplicara esta práctica. En el continente americano sólo se aprobó en Oregón una Ley de Muerte con dignidad en 1997, pero el debate se vive encarnizadamente en otros muchos países, como en el caso de Chile. China , Alemania, Japón, e India podrían ser los próximos que aprobaran su legalización.
La tendencia de las legislaciones a regular esta práctica, surge como respuesta a la aparición de modernas formas de agonía en el trance de la muerte. Antiguamente, y me refiero a los países desarrollados, la gente moría en su casa, en su cama y rodeada de los suyos. La vida se acababa inexorablemente, sin que a penas pudiéramos hacer nada por evitarlo. Afortunadamente en la actualidad la esperanza de vida ha aumentado, y ha disminuido drásticamente la mortalidad infantil gracias a la mejora de las condiciones de vida, el desarrollo higiénico-sanitario, y los avances médicos y quirúrgicos; Pero en nuestra lucha por derrotar a la enfermedad, a veces olvidamos que finalmente siempre vence la muerte, y es aquí donde aparece el problema para el enfermo que en este duro trance, se ve sometido, en nuestros magníficos hospitales, a un sin fin de inacabables torturas, que pueden prolongar su agonía, días, semanas, meses, e incluso años, a base de infligirle el continuo sufrimiento de sondas, tubos, vías, y demás apoyos, sólo justificable cuando existen posibilidades reales de recuperación del enfermo. ¿Y qué sentido tiene alargar la agonía de un ser humano en su lecho de muerte y contra su voluntad?
Hasta ahora, aliviar o prolongar, este dolor, queda un poco al arbitrio de la familia, que suele contar con la opción de pedir el alta voluntaria del enfermo para volver a su casa, con el único apoyo de los cuidados paliativos, pero en estas situaciones son pocos los familiares que mantienen intactos sus reflejos, y es la ley la que debe proteger la voluntad del propio afectado, evitando la condena de muchos moribundos a sufrir una absurda e injustificable tortura.
En España, el “testamento vital”, ha sido regulado a nivel de Comunidades Autónomas, como en el caso de Cataluña, Galicia, Madrid, la Rioja, o Navarra.
En Extremadura, por ejemplo, la Ley 3/2005 de 8 de julio, de Información Sanitaria y Autonomía del Paciente, recoge el derecho de los pacientes a expresar anticipadamente su voluntad en un documento, el “Testamento Vital”, que perfilado ya, en la Ley de Salud de Extremadura, se regula exhaustivamente en esta norma, que, como sus hermanas de otras autonomías, coincide en sus criterios básicos con la mayoría de las organizaciones internacionales con competencia en esta materia, como las Naciones Unidas, la Unión Europea, o la Organización Mundial de la Salud.
Pero el problema es más complejo, porque nadie puede valorar que sufrimiento es mayor: el físico de un enfermo terminal, o el moral de aquellas personas, que se ven encadenadas a una existencia, de la que, privadas del uso de su propio cuerpo, -como en el caso de San Pedro- desean escapar.
Si este momento es bueno o malo para sacar una ley que ampare este derecho de las personas y lo amplíe legalmente, es una cuestión de opiniones. Pero, por lo que a mí respecta, y a su hora,”espero que me ayuden a morir en paz”.